
Nos espera arrebujado en el sillón orejero en el que ha leído miles de libros. La suya ha sido una vida entregada a la curiosidad. A un lado, una botella de cocacola con azúcar y sin gas, y al otro, el cenicero al que va arrojando esas colillas que consume a grandes caladas. Mecheros, pliegos de periódicos, libros por todos lados y una televisión de pocas pulgadas en la que ve documentales que no sean de pájaros. Lo conocimos hace casi veinte años.
Mucha Unesco y mucho Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero interés a la hora de dar a conocer el flamenco del cante jondo y el quejío grande poco o ninguno o ná. El mundo del flamenco no es pródigo a la hora de difundir su vasto repertorio. Forman legión los buenos aficionados que guardan tesoros que se niegan a dar a conocer al respetable. Se han pasado los años con sus equipos de grabación de festival en festival, en las peñas y los colmaos, en reuniones y fiestas privadas, y luego amontonando las cintas en cajas de zapatos y en latas de galletas de mantequilla danesas. En España llevamos la especulación en el código genético y así nos ha ido y así nos va. Pasa que, como cualquier hijo de vecino, uno se muere cuando menos se lo espera y los herederos, que son unos modernos de las discotecas y el facebook, mandan el archivo al desván, que es como decir que lo mandan a paseo. Esa es la tragedia de los flamencos.
O Dylan o Sony o Columbia sacan en estos días de otoño y castañas el enegésimo disco tirando y estirando de lo que se antoja como un insondable archivo musical. Para la compañía es su preciada gallina de los huevos de oro que les rinde beneficios desde hace medio siglo, para el mundo de la crítica, un escollo más que dificulta el trazar con precisión las numerosas aristas de un artista poliédrico que ni de lejos se ha dedicado sólo a la música, y, para los fieles que contemplan y absorben su música, los dylanitas, es ese continuo maná caído del cielo del que nunca se sacian ni sienten hartura alguna. Un hombre corriente que trabajara a jornada completa y gozara de sus tres semanas de vacaciones y las pagas extras prorrateadas (y que sólo halla y encuentra consuelo en la música y los libros y el cine y los paseos...) necesitaría de dos vidas completas para poder asimilar el torrente dylaniano.
Nació en una cueva, como un niño Jesús gitano, ha entregado al flamenco la vida entera, aprendió el arte de la guitarra por pura necesidad y ahora espera jubilarse para iniciar a la juventud en los laberintos del grande cante jondo. Tiene dos canarios, una moto, una ristra de nietos y miles de letras en la memoria: ese es don Luis, conocido como Gitanillo de Vélez por la afición.
Somos todos hombres y mujeres de costumbres demasiado asentadas como para cambiarlas en el ecuador de nuestras vidas. Vemos por inercia los mismos canales y por comodidad sintonizamos en la radio esa emisora que llevamos décadas escuchando con fidelidad bovina. Así que si leemos, sin dudar elegimos una novela/tocho que será televisada o una suerte de ensayo más o menos sesudo que ayudará a que engordemos nuestra cultura enciclopédica y a que nos luzcamos mientras engullimos un canapé de salmón salvaje. El estado de la literatura.
El escritor levanta la mirada de la hoja, intenta atrapar un adjetivo en el reflejo de la ventana. Duda, descarta, recupera, juega con el lápiz, se acaricia un asomo de barba. El escritor nunca está contento. Termina un relato y cuando lo relee apenas puede reconocerlo como suyo. Ni el apoyo de los amigos, ni el ánimo con que lo alienta su novia logran borrarle de la cara ese perenne gesto de insatisfacción. Se siente un poco mártir, un poco luchador y defensor de causas perdidas, un apátrida al que lo único que le preocupa, le obsesiona, lo tortura, lo consume es encontrar la exactitud, la claridad, la evocación, la magia y el misterio encerrados en las palabras.
Ya las máquinas lo van haciendo todo en este mundo hiperconectado, y así encendemos la vitro desde el trabajo y el coche nos corrige una curva mal trazada. En los conciertos un programa evita las gallos del cantante y en las películas otro suaviza la textura de los cuerpos que adoramos e infla/desinfla las zonas que más admiramos. También a la novela le ha llegado su turno con la literatura artificial. Antes de que nos rindamos y claudiquemos todavía podemos intentar escribir nuestra propia y original historia.
En el disco Autorretrato de Camarón, natural de la Isla de San Fernando, pegadita a Cádiz y a un tiro de piedra del África que agazapada espera tras las vallas, nos contaba Ricardo Pachón que genios y artistas del mundo de la música internacional habían tenido el sueño y la ilusión de hacer alguna cosita con el gitano rubio partiendo del universo flamenco, sobre todo después de esa cosa tan extraña e impactante que fue y sigue siendo La leyenda del tiempo, que a nosotros nos parece que junto al Veneno de los Kiko/Amador y al Mezclalina de los Tabletom son las mejores opciones para internarse por las veredas nuevas del flamenco viejo.
Le dieron el Nobel y al final ha llamado por teléfono. Que sí, que claro, que lo quiero. No se sabe si marchará a Estocolmo, lejana y fría. Ahora saca al mercado una caja con treinta y seis discos que recoge íntegra la gira emblemática del año 66, la que hizo junto a los canadienses The Band/The Hawks. Entonces le gritaron Judas, no se sabe si por Tadeo o por Iscariote. Luego decidió caerse de la moto. Desde entonces es el único dueño de su destino, lejos de la tiranía de las modas y del público y de los representantes. Tres veces se le dio por muerto y otras tantas resucitó. Ése es Dylan, el eterno impredecible, uno de los imprescindibles.
Raymond Chandler figura por méritos propios en el Olimpo de los escritores ilustres de todos los tiempos. Se lo tuvo que ganar peldaño a peldaño y copa a copa. Desde joven le gustó beber, quizás para esquivar a la tirana timidez y porque bajo los efectos del alcohol el mundo le mostraba una más variada y rica paleta de colores. Lo repetimos, le costó triunfar y llegar a lo más alto, tanto como a un caracol con artrosis trepar por las escaleras del Corte Inglés en un día desquiciante de rebajas. Una vez arriba ignoramos si está sentado a la derecha de Dios/Padre, al que tan difícil como inútil como polémico resulta ponerle un nombre literario, o está de cháchara y parranda en las afueras con los perdidos William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck, echándole un tiento a la petaca para no perder la costumbre.
Vivimos momentos de gran tensión medioambiental aunque miremos para otro lado mientras regamos los geranios y les quitamos unas hojas secas que hacen feo. El planeta parece cansado de nosotros, como si le sobráramos. Nos lo ha dado todo y nosotros no lo hemos cuidado nada. Nunca estamos satisfechos y queremos más y más y más. Manrique, Tolstoi y Jared Diamond, entre otros muchos, han intentado advertirnos de nuestra fatal actitud. Pero parece que ni caso.
Hay algunos libros, ciertas páginas, escondidos párrafos que ejercen sobre el lector tal fuerza magnética que le obliga a volver a ellos conforme pasan los años y se enferman los días. Son libros a veces duros e incómodos que brindan a cambio las escurridizas respuestas al desasosiego del avanzar en el vivir. Hablan, y es verdad, de muy pocas cosas: la muerte, el dolor, la pena, el inquietante peso de la vida, el destino, la soledad, eso que llamamos la conciencia del existir y el extinguir. Luego, menos mal, también hay libros que son como cojines mullidos para que el respaldo de la silla que nos ha tocado ocupar en el circo de la perpetua risa no se nos haga demasiado insoportable. Es la doble cara de la literatura, el haz y el envés. O sea, el ying con su yang.

Cae la lluvia y empapa el suelo que se despierta y crece. Llueve desde las entrañas del cielo y una alegría infantil inunda los espíritus mientras se van llenando los pantanos y sus primos embalses. Un blando, un sordo murmullo, a veces una descarga o un estruendo, llega desde las lejanas noches de los remotos tiempos y entonces ya no son necesarias las inocentes pastillas coloreadas para atrapar el sueño y refugiarnos en el dormir. Llueve, llueve, llueve. Llueve a cántaros o con mansedumbre, arrecian su furia las nubes o acarician con delicadeza el duro paisaje urbano: las farolas nos parecen fantasmales regaderas y desde los tejados se precipitan al vacío unos asomos de cataratas que todos pretenden evitar. Llueve. Los pintores, los poetas y legiones de músicos han caído rendidos y embelesados ante el embrujo de esa lluvia que nos parece a la vez la cosa más sencilla y misteriosa de los muchos fenómenos que nos ofrece la fataltratada naturaleza. Ahora que somos modernos la lluvia nos la avisan en historiados programas de televisión que nos destripan el decurso, evolución, extinción y muerte de la borrasca y nos describen las raras y tensas relaciones que mantiene con su enemigo rival, el anticiclón.
Toblerone? Que no, Tabletom, nos corrigieron de mala gana y así, de golpe y porrazo, llegaron a nuestra vida las melodías inolvidables de la banda malagueña. Nadie sabe a ciencia cierta qué nos atrae de ellos, pero corridos los años y avanzado el nuevo siglo parece evidente que no se puede tratar solo de la música y de la voz, ya de por sí originales y únicas, sino que tiene que haber algo más que espera camuflado en la penumbra para ser revelado. Es necesario ahondar en la cuestión, interrogar los motivos y proponer cuantas hipótesis se nos ocurran para dar de una vez con las claves del misterio.
Nos costó lo nuestro agenciarnos dos entradas vip para el concierto, pero al final las conseguimos. El show gordo lo iban a dar el Santana y su banda, pero nuestro objetivo primero era ir y escuchar a Tabletom, que este verano se lo han tomado en plan sabático y se están haciendo de rogar y hasta el próximo quince de septiembre no piensan subirse de nuevo a las tablas, cuando le llegue el turno al festival del Chanquete World de Nerja. De Santana nos gustan el 'Abraxas' y la furia desquiciante de sus dedos sobre el mástil de la guitarra, y nos cansa, nos aburre, ese discurso manido que se trae de la luz que emanamos y la espiritualidad de andar por casa. Mucha concordia y euro solidario obligatorio con la entrada pero a los teloneros ni un vatio de potencia de más para que suenen como se merecen. Eso, los promotores, tendrían que gestionarlo mejor.
Puede que Barbate, en la provincia de Cádiz, no sea el pueblo más bonito del mundo y es hasta posible que el trazado de sus calles no se estudie y analice en las grandes escuelas de arquitectura. Resulta incluso probable que se trate de un pueblo muy mal comunicado y abandonado a su suerte y que el serio problema de la depuración de sus aguas exija ser resuelto ya. Pero también es igual de cierto que algo mágico e inasible tiene que flotar en el ambiente cuando, en nuestras vacaciones veraniegas en El Palmar, nos acercamos más de una mañana a los aledaños de su mercado para empaparnos de su gente y asistir al prodigioso espectáculo cotidiano de la vida diaria, la intrahistoria.
A lo mejor la memoria nos falla. Quizás todo ocurrió en un mes de noviembre del año 98, a la salida de una charla que impartió don Miguel Romero en la Facultad de Psicología. Allí se organizaban unas jornadas sobre Valle Inclán, cosas a las que nos apuntábamos por entonces para ir cogiendo puntos y engordar el patético currículum. A la salida, nos acercamos hasta él para que nos dedicara el Pizzicato irrisorio y la gran pavana de lechuzos. A cambio nos pidió que, si íbamos para el centro, lo acercáramos. Cuando le confesamos que lo nuestro era el transporte público, dejó escapar ese suspiro que forma parte del diccionario romeriano, ¡ojú!, como queriendo decir que había vuelto a dar con un grupo de pobretones de los que no se podría sacar absolutamente nada.
Salíamos de pelearnos victoriosos de un periférico centro demencial: exhaustos, exultantes, pretenciosos. Altaneros. Habíamos logrado darle esquinazo a una de las grandes malas compañías mundiales de la telelecomunicación y acabábamos de cazar uno de esos contratos jugosos que te ofrecen el entretenimiento infinito en cualquier momento de la vida. Películas y series. Finales. Postestrenos. La perfecta combinación de la velocidad con la altísima resolución. El reclamo era la fibra. Había costado lo suyo y se habían invertido horas, llamadas y esperas, pero el que la sigue, la consigue y la sonrisa se dibujaba en nuestro rostro que no podía disimular ese trazo ascendente de la soberbia y el rictus del orgullo. Son días en los que se desprecia, tentando mucho a la suerte, echar La Primitiva.
Apetece, con los temblores del estómago que anuncian el mediodía, el plato de cuchara con su servilleta de tela anudada al cuello y el humo que se expande y se apodera en un segundo de la memoria. Es entonces, de repente, que nos recordamos con siete años, sentados a la mesa, sorbiendo y regañados, en esa tarea que van transmitiéndose las generaciones desde los tiempos ancestrales que es enseñar a coger los cubiertos y a pedir el pan o el agua por favor dando sin tregua ni respiro las gracias.
Ha muerto un poeta y la noticia es que ha sido noticia en las portadas de los periódicos, en el arranque de los telediarios y en los boletines radiofónicos. En algún lugar de la difusa Chile ha dado por concluida su vida el poeta Nicanor Parra a los 103 años, el mismo que cantara eso de «ayer de tumbo en tumbo/hoy de tumba en tumba». Parra era algo así como el poeta de lo muy cotidiano que reivindicó el lenguaje sencillo de la compleja gente para que todos nos acercáramos a la poesía sin miedo y con ganas, sin complejos por no entender lo que allí ponía y llenos de una esperanza por encontrar en los versos aliento y fuerza para vivir y sonreír.
La historia, siendo trágica, debía ser frecuente en la época, la segunda mitad del XIX. No había fórmulas médicas mágicas para escapar de las garras y el capricho de la enfermedad. Una madre lleva ya un tiempo maluquilla, llena de achaques, sin parar de toser y escondiendo los pañuelos manchados de la muerte que se va derramando por la boca. A veces tiene que pararse en cualquier esquina para tomar aire: se asfixia y parece que el pecho le va a estallar. Si los niños la miran, logra, sin saber de dónde, sacar fuerzas y devolverles una sonrisa. A lo mejor los regaña y alza la mano para que piensen que todavía puede tirar del carro.
Pasa el tiempo, corren los días, agotamos las horas y llegan, fieles e inoportunos, los tristes aniversarios: hace un año se marchó sin hacer ruido el escritor Miguel Romero Esteo. Desde entonces se han llevado a cabo varias iniciativas cuyo objetivo común es que su nombre, pero en especial su obra, no caigan en las garras tiranas del olvido: lecturas, publicaciones, premios y artículos en prensa dan buena cuenta de ello. La legión de seguidores parece que va en aumento pero su obra dramática, que es el tuétano de su universo, todavía espera para ser llevada de manera sistemática a las tablas, con valentía.
Son días abriles para vargasllosear. Nuestra educación sentimental, la literaria, va unida a su figura, a su obra completa, al escritor y al personaje público, al titán de la literatura y al seductor. Lo empezamos a leer cuando no estaba de excesiva moda, en la bisagra de los 80/90, a la sombra siempre larga del otro gigante, García Márquez, en ediciones de bolsillo de 800 pesetas, ni los 5 euros, que sacaba Seix Barral y que comprábamos tras largos manoseos de lomos y portadas en esa librería mítica fuengiroleña que Romero Esteo veneraba y a la que acudía turista y disfrutón, Mónika München.
Tarde de calor con rachas de viento: junio se juliea. Llegamos mocitos con tiempo: sorpresas te da la autovía. Asumiendo el sablazo, dejamos el coche a la sombra, subterráneo, protegido, identificado, ridículo entre dos volvos, protestón. Paseamos, nos damos el garbeo, contamos guiris, localizamos malagueños, deletreamos nombres, miramos por mirar escaparates imposibles. Al final y antes, las merecidas cervezas, frías o heladas, con su rodajita ácida del limón por lo alto. A cuatro euros: la microagonía.